Arrancado de una madre sin Dios, Pinocho, ese niño árbol, acabó perdido, ensimismado, contando las anillas de su tronco.
Me pregunto yo, que he creído cien veces en aquello de que "todo el mundo tiene lo que se merece", por qué he creído como la fe ciega que se tiene a un padre cuando no se puede contrastar la respuesta. También he creído siempre que si floto, que si a veces me caigo como una hoja huérfana, que si mis pensamientos son huecos y mi sangre resbala como resina por todo mi cuerpo, es porque disfruté inconscientemente de un pasado de madera, de un hermanamiento con Pinocho, cuya nariz prominente me ha atravesado, insuflándome esos dolores o latidos de humanidad, que todo el mundo alguna vez deseó merecer.