Aquella tarde entre la estación y la Luna, los raíles parecían víctimas inermes en tierra de nadie. Las mujeres se espaciaban de dos en dos en el apeadero, guardando el luto por su espacio perdido en el poder. A lo lejos, un escote se abre de piernas y caen sueños como chatarra incandescente formando un corro de escorias humano-minerales.
Así oigo la llega de mi final, estrépito visceral de una o varias malas digestiones, con los vagones hasta arriba y muy pocos macutos que reivindiquen el espacio que no he sabido ganarme en vida. Luego una señal incorpórea, melodiosa y timbrada me advierte que en la próxima frase he de bajarme donde se ha grabado el punto final de acero. Llego al final de mi boca-ovulario.
Acudo como esa palabra mal tildada a la tortura de la goma de borrar, a la limpieza de la mente como Platón sin Sócrates, a la implosión de mi castillo de Playmóvil como último baluarte de la decencia. Sólo el amor, escapa de la jauría apocalíptica, se retuerce entre las sogas que me llevan al paredón y escapa mutado en las cuerdas sanguinolentas que sostienen esta fragilidad.
Cuerdas que sostuvieron las galletas mordidas que sólo caían en aquellos labios que más enamorados parecieran estar. Los demás nos fuimos con Pinocho, el zorro y el gato a sembrar las cuatro monedas en el monte de los milagros.
2 comentarios:
Buen articulo.
Muchas gracias por pasarte. Un fuerte abrazo.
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