Si levantaramos la cabeza después de quedarnos muertos de felicidad sería con la ocasión de gritar que lo han conseguido. Si alguien pudiera experimentar lo que es que nuestra sangre derramada hace 71 años reptara por sus brazos y se disolviera lentamente en nuestras casas genéticas, su torrente vital. Si alguien poco a poco resolviera un conflicto de generaciones al desear vernos, conocernos, rescatarnos del olvido, entonces llegaría a comprender como desde hace unos días estamos tristemente felices, nosotros que venimos del interior de unas fosas cuyo recuerdo cada año era exhumado y fusilado en las desgastadas tapias, resignados por esa injusta inercia del devenir trágico de los años. Nos dolían los huesos al volver a sentir los tiros y los gritos y los silencios y el dolor de los amigos que vimos muertos antes que nosotros, las familias que se dejan en el abandono y la tristeza de no poder ayudarlas más o consolarlas. Unos días antes del aniversario macabro que se celebraba en el cementerio, cuando se disponía el piquete a llamar a la carne a que cubrieran nuestros restos, cuando de nuevo volvían a nuestros cráneos las detenciones, las palizas, el desentendimiento de los que pudieron hacer algo por nuestra suerte, este año las manos de nuestros verdugos fueron apartadas por unas amigas. Pusimos la confianza en aquellas raices que nutrieron el ciprés, nos hicimos terrestres, bien visibles. Nos han dado la mano y luego cogieron nuestras piernas y las cabezas y vimos decenas de ojos clavados en nuestras cuencas, interrogándose sobre nosotros ahogados en unas lágrimas que soñamos. Hemos vuelto. Gracias por hacerlo posible.
A aquellos que durante tantos años aprendí a querer
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