Un huevo lo pides, es servido junto con una cerveza y luego te clavas un palillo en el dedo y pasas a ser el pincho. Luego el huevo paga la ronda y la bechamel te arropa. Los clientes del bar te desean y piensas si quizás nadie te pidiera como tapa. Añoras los momentos de aquella ensaladilla de muestra por la que nadie demuestra interés. Luego recuerdas lo triste que es vivir sin ella. Te sobresalta el camarero que recoge tu vaso vacío y de nuevo la calma o el bullicio o ambas cosas en constante equilibrio.
A veces sueñas con que todos los habitantes de esa ciudad posean una yema cuajada en el corazón y teman ser devorados por los forasteros hambrientos. A veces sueles pensar cómo sería una tarde de lluvia si la tarde viniera a deshora y la lluvia quedara escondida tras del solar de la casa familiar.
Casualmente picas un billete para rondar a la mujer que te eligió. Toda ilusión se hace encima de una clara solidificada, aún es pronto para las nieves del invierno repostero. El niño de la piel muerta apareció como siempre detrás de la columna vertebral que sustenta el porche. Mi hijo nunca ha buscado nada, tal vez porque siente la tristeza de no tener nada que llevarse a la boca. ¡Tienes todos los alimentos ahí, encima de tu cabeza! señalo tiernamente. Él sólo come la tapa que dejaste a su alcance. Él sólo degusta el miedo que se aloja en cada vena al viento. Él sólo triturará a su padre cuándo en un rato se vea liberado de sus obligaciones de niño de la piel muerta. Muerta, muerto, dolorosamente muertos.
(A la espera de la eclosión de mis hijos)
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