Si yo me llamara Francisco Javier hubiera venido a esta vida a que me gustaran todos los días que he vivido y hubiera acabado harto de ellos, tan monótonos, tan grises, que escaparon del calendario.
Si yo fuera como todo el mundo piensa, entonces no tendría más opciones que destruir la esperanza del cambio, de ofrecerles mis espacios sacrificados y dárselos a pastar al rebaño que purifica mis tierras, los espejos abismales.
Si yo quisiera encauzar mis palabras por la buena senda, antes debería jugar al escondite con la maldad que me llama armoniosamente al pecado o perdonar mis errores porno-ortográficos con una dosis de goma de borrar.
Si estuviera condicionado a tener que creerme lo que me imponen como dogma o religión o política o puntos desequilibristas, que eché a patadas de mi cotidianidad, que tantas injusticias cometieron con mi cuerpo de sal, acabarían sepultados no a dos sino al menos a mil metros bajo el Valle de los Tropiezos.
Si el amor me afectara como una cárcel de cristal, entonces finalmente como un kamikaze me estrellaría con sus múltiples paredes invisibles con el fin de asimilarme en sus formas desconocidas, geométricas, externas, amadas, soñadas, prometidas, incumplidas, toda la libertad que nadie podría o querría entender. En ese espacio de batalla, la tierra de nadie, entre trincheras, es en la que me sentaría a pedir silencio.
Si pienso en hacer lo que me da la vida, lo haré cuando mi pasado deje de inutilizarme de instrumentalizarme como un peón sin tablero, sin juego, sin nada.
(A Ángel González, su Palabra al cuadrado)
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