Advertencia para cualquier lector-reflector humano

La poesía no puede ser tu piedra angular
la poesía no podrá ser siquiera un poco de arena
la poesía quema o destruye la sangre cauta
la corrompida sangre la vuelve tinta
pintando con nuestra vida las hojas en blanco.
Por eso el miedo acecha mi cuerpo,
por eso mi teclado es la espada de Damocles
Así concibo los labios definitivos y rosas
de mis manos, de las caricias como espadas.
Así, brevemente, Reflector Humano
oía como me dictabas un deseo.

Bienvenida/o

denguecortos@hotmail.com

martes, 18 de septiembre de 2007

Sin vuelta atrás

El significado del callejero es incierto. Hay calles que bajan hasta los pies de una cama. Cuyas farolas son nada más que candiles con los que se alumbran las penas de los que aún no se han visto. Frías, oscuras, donde la luz es víctima, a diario, de continuas emboscadas.
Las paredes de muros hirientes son rugosas como emociones petrificadas, momentos asombrosos que ya han pasado. Sí, esta minúscula línea de teléfono que recorre la calle, casi muda, con resignación, comunica este mundo de muertos con cierta vida al otro lado de tus sueños. Aquí nacieron las amenazas de los militares que se rebelaban, una y otra vez, contra los uniformes multicolores del pueblo en paz.
Aquí, las cabezas andantes y los cuerpos pensantes, se paseaban desnudos provocando las risas de los porteros automáticos. ¡Pollo con Coca-Cola! y de nuevo la degustación rota por el ruido de los “taper”, convirtiendo esta celebración en el inicio de una nueva pandemia. Sólo había ruidos que callaban a los vástagos. Por eso, pasando cerca de la plaza, se inundó de cuerpos sonrosados, inánimes, conformado un corsé sin botones. Y se mermaron, los asistentes a tal acto, al mismo ritmo que sonaban las cisternas. Había miradas frías en todos ellos, sólo bastó un golpe en sus entrañas para que no les dolieran nunca más los zapatos de esparto. Ahora descansaban bien asesinaditos.
Los niños carpinteros no daban a vasto, porque las maderas, que dudaban de su propia existencia, pasaban el mono buscando un mechero con el que quitarse la vida. Todo en aquella calle... de la fuente, que escupía su saliva de años, donde crecimos bajo el tapiz del árbol lloroso, del río divisor entre nuestra realidad de muñecos. Reímos sobre los pasos perdidos que pudieron ser palabras ocultas, convertidas hoy en números de teléfonos.
Experimentaciones imposibles, mascaradas, y la voluntad absoluta de negación. Pasaban frío, sed, desamor.
Bajé la calle como cada año bisiesto, y allí la encontré, mirando las cosas pequeñas, preguntando un por qué para cada todo, regocijándose de noche, la ocultación de las sombras. Su fosforescencia zigzagueaba....esa calle, la calle del adiós.
Febrero, 2006

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